
Caminando por las más lúgubres calles de la ciudad, con pasos inseguros y encorvados, refugiaba las manos en los bolsillos de mi abrigo desprendiendo por ahí la impresión de ser un errabundo que se abandona a sus pensamientos. Me arrastraba por las grisáceas callejuelas como alma en pena vagando en búsqueda de un propósito en la vida después de la muerte; las nubes eran gruesas y oscuras como el preludio de una tormenta, y el silencio citadino bramaba ensordecedor como en un funeral donde no existían llantos, sino el silbido de una ventisca.
Las palabras en su carta retumbaban en mi cabeza como alaridos de ayuda, el largo tiempo que me oprimió desde la última vez que cruzamos nuestras miradas los hacía estallar con más fuerza. Sus recuerdos irrumpían como rápidos destellos de su sonrisa y los susurros de su aterciopelada voz que me seducía incluso dentro de mis pensamientos, donde constantemente me dominaba. “Amigo del alma, visítame, por favor.”, escribió con el mismo candor con el que se pavoneaba ante mí hacía ya tantos años.
Tras un golpe de realidad reconocí las calles de su vecindario que por un segundo me eran desconocidas, ya no eran aquellas llenas de color y vida. Después de quince años sólo quedarían despojos de un pesado abandono que me recorría como escalofríos por toda la espalda. Las casas de alrededor albergaban únicamente el polvo de los años, y los jardines crecían al olvido casi tan altos como las agrietadas paredes. Algunas de ellas yacían impasibles con sus ventanas rotas donde las enredaderas comenzaban a estrechar la frontera entre la delicada naturaleza y la sólida civilización; con mis aprensivas marchas continué el camino con la vista al suelo y las manos escondidas.
A pesar de que todas las casas lucían estar en el abandono hacía mucho tiempo, estoy seguro de que, en una de ellas, en una de sus más altas ventanas, las cortinas vibraron como si algún fisgón temía ser descubierto en pleno acto, seguramente preguntándose qué haría un solitario extranjero en el sendero de la desolación luchando contra las violentas embestidas del viento.
La secuencia de apesadumbrados edificios se vio interrumpida por un terreno boscoso que se extendía de un lado de la calle al otro. Con el corazón encogido en melancolía advertí que en él aún descansaban las ruinas de lo que alguna vez fue un magnífico parque, uno que recogía incontables recuerdos de Amanda y yo. Habrían llovido muchas tormentas sobre él para convertirse en aquello que era más parecido a un cementerio olvidado.
Frente a este oscuro tramo, mis oídos se agudizaron instintivamente presas de un sentimiento primitivo; el canto agudo de la brisa se convirtió en un crujido de hojas secas. Me detuve abruptamente para observar entre los árboles y conmigo se detuvo el crujir. Estaba seguro de que alguien se agazapaba y me seguía con la curiosidad de un depredador desde donde comenzaba lo más oscuro del bosque.
Justo antes de recobrar mi destino, mi corazón dio un vuelco al avistar a lo lejos los esbozos de una persona en la penumbra. La alta figura se torció en un intento de pasar desapercibido a mi mirada; con la respiración ahogada aceleré mis pasos, ganando valentía a medida que me alejaba de aquel lugar.
El aroma a rosas, que con ferocidad envolvió mi olfato me arrancó el temor y me condujo a la cercana morada de Amanda, al final de una calle sin salida se levantaba frente a mí el imponente edificio y delante a él se desplegaba un magnífico jardín; de este provenía el embriagador olor. Aquellas flores que me mecían con elegancia al ritmo del viento, contrastaban sus radiantes colores con la vieja y apagada casa que estaba muy cerca de acariciar las nubes.
Su casa – al igual que ella misma – era poseedora de una gran belleza a pesar de los años y del abandono al que era sometida. Se encontraba orgullosamente erguida al final de un interminable océano de flores, un edén que se contorneaba al son de un sendero pedregoso al medio del todo; hasta un alma perdida como la mía, encontraría el camino hasta su refugio. Las ventanas se alzaban hasta arriba y por dentro, las blancas cortinas, se movían como si fueran un arpa y el viento, un arpista que toca una melodía que anuncia un mal augurio.
Todo aquello estaba contenido dentro de un enorme portón de hierro oxidado, sugería ser impenetrable, pero para mi sorpresa se hallaba entreabierto y las cadenas que debían mantener a intrusos – como yo – al margen, yacían pisoteadas por el tiempo que corrían sin darles importancia. Saqué mis manos de los bolsillos, cuidadosamente me abrí camino hacia adentro empujando la quejumbrosa verja lo suficiente como para invadir aquel paraíso. El sonido del hierro al abrirse era pesado y metálico, creía estar molesto de haber sido despertado de un largo sueño, y el frío que transmitía me penetraba los guantes.
Una vez dentro, la hermosura de la vegetación me envolvió como olas en medio de una tormenta; todo parecía haber crecido exactamente en el lugar indicado y florecía plácidamente entre las sacudidas del viento. Pintaba de colores el cielo gris sombrío que se desplegaba sobre él. Así pues, con los sentidos alertas, advertí cómo el agotador silencio se ocultaba detrás de la melodía de las hojas de los árboles chocando entre sí. El césped se mecía inquieto ante mi presencia y las flores resplandecían, meneándose altaneras dueñas de su propia paz. A pesar de que las nubes las ocultaba del beso del sol, estaban siempre luminosas, mezcladas en una diversidad nunca antes vista por mis vulgares ojos.
Mi curiosa mirada se posó en la lejanía, donde un columpio mecido por la divertida brisa colgaba de las ramas de un árbol y el vuelo de las libélulas atrapó mis oídos, susurrándome su felicidad al sobrevolar por un pequeño estanque escondido entre la maleza y las flores silvestres; desde un árbol a mi lado las ardillas se refugiaban, pero me perseguían con sus ojos indiscretos.
El ligero murmullo de un saxofón que surgía de un tocadiscos se derramaba hacia afuera desde una de las ventanas de la casa, y alguien silbaba al ritmo de la canción. El esbozo de mi sonrisa indicaba que la armonía de aquel lugar me había seducido a ser cómplice de todo aquello, aunque no duró mucho; mi atención fue capturada por el vuelo de una mariposa que se alejaba como una señal divina, posándose sobre una piedra abrazada por el moho y que parecía tener la forma de una lápida.
Sobresalía del matorral desde una remota esquina del jardín, muy alejado de los senderos; justo a su lado se alzaba un letrero improvisado que leía un tajante “Aléjese”. El jardín de Amanda era dueño de magnificencia y ser testigo de ello era casi abrumador y a pesar de que predominaba una seductora paz, la intriga fue más fuerte al poseerme y con ella me dispuse a explorar el recóndito lugar donde descansaba lo que parecía un recuerdo abandonado.
La imprudencia convirtió el silencio en un dedo acusador, como si profanase su inocencia. Mis sigilosos pasos me daban el perfil de un depredador que se aprovecha del candor de un jardín tan puro que no me prohibía nada más que la única aventura que se me advertía como ilícita.
Sumergido entre la hierba, guiado ahora por la expectativa, no me daba cuenta de que sólo me tomaría un paso en falso para lamentar de mi decisión. Un repentino sonido metálico seguido del espantoso crujido de mi tobillo rompiéndose, convirtieron los atractivos sonidos del jardín y los quejidos de la ventisca, en un sordo zumbido. Las oleadas de dolor que subían por mi pierna eran insoportables y al tratar de incorporarme de nuevo para no desvanecer, los dientes de la trampa que apresaba mi pie izquierdo, se enterraron con más profundidad entre mis huesos y brotaban de mí angustiosos gemidos y oscura sangre.
La insistente tortura me obligó a bajar la mirada, la horripilante imagen de la oxidada trampa que comenzaba a mancharse de sangre me hizo estremecer, y la agonía tomó la forma de un grito desgarrador que se deslizó por mi garganta y reverberó espantando a todas las aves que se escondían entre los árboles. Enredado entre la maleza y la mordida de la trampa, trataba de recuperar el aliento con la esperanza de llamar por ayuda y consuelo; al levantar el rostro me encontré con la sorpresa de que Amanda me observaba entre las blancas cortinas, a través de una de las ventanas de la casa.
Como una estrepitosa alarma, mi jadeante respiración advertía que comenzaba a perder mi quietud; mi mirada, volcada en el temor y la desesperación, se cruzó a lo lejos con la de ella. A pesar de mi angustioso dolor al que me sumergía lentamente al son del lento tiempo, reparé en que su angustia – más grande que la mía – comenzaba a rodar por sus mejillas en forma de lágrimas y su rostro entristecido se sometió a la amargura. Supe que era insoportable para ella haberme abierto esos senderos prohibidos entre las flores de su jardín y las consecuencias eran cercanas a la fatalidad, y dentro de ella rompía una nueva decepción que la encerró entre las paredes de ladrillo.
Pronuncié su nombre en un débil suspiro que imploraba perdón, pero en vano se desvaneció entre la brisa; a mi súplica, ella dejó caer su mirada en una cruel aceptación, y dando media vuelta despareció dentro de la casa junto con la armonía de aquel lugar, donde el silencio absoluto enmudeció la música y a las aves, y conmigo quedó el sufrimiento y la sorda ventisca que me congelaba desde dentro, confundiéndose con el frio del arrepentimiento, gemelo de la culpa.
El desconsuelo del abandono fue suficiente para acabar con lo último que quedaba de mí, y al caer rendido en el desmayo, uno de mis brazos colapsó entre la mordida feroz de otra de las trampas; el olor metálico de la sangre comenzó a confundirse con el de la tierra que se humedecía con la incipiente lluvia que me besaba en el rostro atribulado, como una amante insistente. Bajo el rugido de la tormentosa lluvia, mi corazón aceptó el abatimiento y me rendí ante él y me sometí al arrepentimiento antes de que todo quedase en completo silencio y oscuridad.
Fin