Liza Gabriela N. Pagoada
05 May
JARDÍN DE ESPINAS

"Para mi hermana"


Solía ser mi más grande anhelo; reflejaba, como agua cristalina, un deseo interior que me hacía pasar horas de pie en el marco de la puerta observando el columpio al final del jardín trasero. Colgaba imperturbable de un árbol, pero para llegar a él debía cruzar el áspero césped lleno de espinas que en tantas ocasiones había hecho sangrar mis pies con tan solo intentarlo. Ni siquiera mis viejos zapatos eran suficiente, por lo que no me quedaba más que la propia imaginación; imaginarme columpiándome lo más alto que podía sintiendo cómo la brisa me despeinaba. 

No me daba cuenta que mi hermana mayor guardaba con cautela el dolor de mis anhelos. No me daba cuenta que su silencio que quebrantaba al posar su mano sobre mi cabeza cuando me veía sentada en la puerta, mientras me imaginaba a mí misma sobre el columpio, sin saber que en sus adentros lloraba junto conmigo. Tal vez yo no era tan invisible como lo pensaba, tal vez mis deseos eran como gritos para sus oídos. 

Años después, se mudó de casa. El silencio después de eso fue un martirio y la soledad pedía a gritos sentir de nuevo su mano sobre mi cabeza. No podía llegar al columpio y tampoco tenía a mi hermana para llorar mi tragedia.

 Un día por fin, suspiró con satisfacción el gran logro de haberse mudado a su nueva casa. Con modestia mencionó que era muy pequeña, pero el patio trasero, no tanto. Al llegar luego de su humilde invitación, mientras almorzábamos señaló “Hay un columpio cruzando el patio” y sonreí a medias para ocultar mi decepción. Era tal vez otro columpio enterrado en espinas al que no podría llegar. De camino a verlo, mis pensamientos brotaron en ansiedad: ¿Será que jamás conocería lo que se siente columpiarse por los aires? ¿Jamás conocería el amor del viento entre mis cabellos? ¿Será que jamás...? El asombro me interrumpe, cuestionándome si es verdad, la mano de ella sobre mi cabeza nuevamente confirma la realidad. 

Con los ojos llenos de lágrimas volteé, buscando su aprobación, que me concedió con una tierna sonrisa. Me quité los zapatos y corrí en búsqueda del columpio que se movía levemente con el viento, sostenido en un gran árbol y a los pies de este, un jardín de flores que se extendía por todo el patio. Flores que mi hermana había sembrado en discreción para mí, para no cortar mis pies nunca más, para columpiarme cuantas veces pueda.

 No hay dinero que compre la felicidad que sentí, la brisa, el cabello en mi rostro, la euforia, los empujones de sus cálidas manos, era todo amor. Un amor que hasta muy tarde pude descubrir, y solo así fui libre. 

Fin.

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