Rocas
Liza Gabriela N. Pagoada
Lecturas de una noche, 2024
Aún no logro descifrar si todos lo hacen, no estoy segura si es una costumbre que prevalece por culpa de mis persistentes ojos marrones, que por voluntad propia son incapaces de despegar su fulminante mirada de mis pies al posarse uno frente al otro tras haber fijado mi rumbo.
En el espacio más recóndito de mí misma, un remolino de voces forma la silueta de abrumadoras palabras de fracaso que dejan un rastro violento de temor de un paso en falso, encontrándome de bruces contra el suelo, probándoles que tienen razón; pero a pesar de todo, sin mucho esfuerzo reconozco cada imperfección de mis pies descalzos, que han recorrido los más tortuosos caminos. Los veo tensarse en un afortunado intento de mantener el equilibrio sobre el rocoso camino que me lleva – con innata fluidez – al rio.
La presión de las inertes piedras bajo mis pies moldea mis torpes pasos provocando de vez en cuando, oleadas de un sordo dolor que me recuerda que aún estoy con vida y la dualidad de la vida se hace presente cuando el césped que crece entre las piedras, sacude mi dolor hacia el olvido. Así me doy cuenta que el césped permanece de gran altura, erguido sin que nada sea capaz de doblegarlo, bailando sin preocupación al ritmo del gracioso viento, que a su vez juega coqueto con los cabellos que sobresalen de mi larga y sedosa trenza que se sacude con gracia de un lado al otro, al son de mis pasos.
La lentitud de la mañana arrastra el día con solemnidad, el perezoso sol comienza a darle color al bosque comenzando con las verdes hojas de los árboles que se pavonean con el viento que corre de aquí a allá como lo solía hacer yo misma de pequeña, cuando las penas no me estrujaban con tanta furia.
De madrugada, el tacto del viento es como el de una doncella que pasa de mí y con un altanero semblante roza mi piel con su sedoso vestido.
“Calma” cantan las aves sin parar, posando sus patas sobre las ramas de la inquieta arboleda que rodea el camino sin dejar pasar la luz del sol, a excepción de los pequeños rayos que se cuelan entre las más estrechas aberturas, formando en el suelo hermosos patrones de luz y sombra. El bosque permanece genuino, imperturbable y sin miedo a los extraños, ruidoso y carismático a pesar de que vengo, de vez en cuando, a dejar en él mis penas.
El rio canta una sorda canción de cuna que no empieza ni acaba; no drena ni espanta, y con piedad permanece eterna a mis oídos. El agua corriendo entre las rocas produce una suave melodía que endulza mis oídos que me llevan por el camino sin dificultad, con la naturalidad de un aroma que viaja con la brisa.
Es un consuelo que me dibuja sonrisas sin importar las tribulaciones, el agua cristalina produce los más hermosos destellos de luz que me saludan con cortesía. La violencia de la corriente se lleva consigo las penas que han venido corriendo sobre mis mejillas a lo largo del camino, un camino rocoso que cruje con dolencia bajo mis pies. No existen miradas que juzgan mi llegada, y el ser invisible por un segundo me trastorna de tranquilidad.
Mis pies se sumergen, casi por voluntad propia, en la calidez del frenético torrente y mi equilibrio se ve debilitado por las resbaladizas piedras que permanecen pacíficas bajo la tormentosa agua y al sumergirme en ella dejo que me abrace hasta la cintura con su maternal consuelo.
Sentada en las aguas poco profundas, los sollozos que brotan sin control de mi boca, advierten de las abruptas lágrimas que comienzan a brotar sin un motivo aparente volviéndose una misma con el agua, que no perdona el tiempo, sino que corre más veloz que él, llevándose consigo mi dolor y la soledad que trae el verano.
Un fuerte reflejo del sol me acaricia el rostro en suave alerta; al abrir mis húmedos ojos y levantar la vista diviso frente a mí dos grandes rocas que irradian los destellos cristalinos del sol que resplandece sin misericordia sobre ellas disparándolas hacia todos lados; pero son rocas, y las rocas permanecen siempre estoicas. Bajo la hipnosis de la hermosa vista del río resplandeciendo cristalino bajo los primeros rayos de sol de la mañana, las contemplo con lágrimas en los ojos y la respiración entrecortada, sollozando de vez en cuando, como el sol, el agua y la tierra se mueven alrededor de ellas, sin ser capaces de movilizarlas, sé que con el tiempo se irán achicando con el roce del agua o incluso se moverán, pero no por su propia voluntad.
Acaso... ¿Nadie piensa en las rocas? Que por su estática naturaleza solo pueden quedarse quietas, contemplando en amargura cómo los demás viven los sueños que alguna vez ellas han anhelado y que, en contra de su voluntad, solo pueden permanecer inmóviles ante la amargura y la soledad sin poder defenderse. Que deben llorar en silencio para permanecer fuertes, porque las rocas débiles se vuelven polvo olvidado entre pasos agigantados.
Nadie piensa en que tal vez desean cantar como las aves, pero que por su áspera naturaleza no son capaces de emitir sonido alguno, a excepción del horrible chirrido que producen cuando chocan entre sí, cuando las presionan y golpean o cuando se provoca un caos provocando que las aves vuelen a lo lejos, en un intento de un hiriente abandono.
¿Alguien pensará que alguna vez querrán llorar? Como lo hace la viuda que ahoga sus penas bajo un solitario árbol en el armonioso río, que por los últimos cinco años las ha utilizado para golpear sobre ellas sus ropas enjabonadas y jamás las tomó en cuenta con gratitud.
Rocas... no aman, sino que reflejan el amor propio de otros solo cuando son pulidas tras crónicos y dolorosos procedimientos. Se han moldeado a fuerza bajo la presión de los pesados pasos de quienes se olvidan de ellas; y aquellos sensibles de pies, las maldicen.
Nadie piensa en las rocas, ¿nadie piensa en la brutalidad de mi existencia?
Fin.