Liza Gabriela N. Pagoada
27 Aug
VAMPIRO

Prólogo

En la niñez, es común pensar que nuestros padres, por ser adultos , son especialmente valientes, nos generan seguridad y apoyo en el tormento de nuestras pesadillas. Es hasta que nosotros mismos ponemos un pie en la adultez, cuando podemos comprender finalmente qué era lo que atemorizaba a nuestros progenitores. Los miedos se vuelven complejos, quienes le temíamos a la oscuridad y a quienes se escondían en ella, tememos ahora a los que, de frente,  son capaces de hacernos daño.

Aunque nunca les tuviese aprensión a los vampiros; sí me atemorizaba su estrecha similitud con las personas, las que nos cruzamos día a día; en lugar de alimentarse con sangre, lo hacen nutriéndose de nuestras emociones negativas, nuestro sufrimiento y vergüenza. Entre nosotros caminan personas que no tienen un alma, o la mantienen amordazada en algún recóndito espacio olvidado; quienes caminan como nosotros, se visten como nosotros, y buscan en nosotros a su próxima víctima. Son lo que me gusta llamar “vampiros emocionales”, se alimentan de nuestra vulnerabilidad poco a poco, y nos hacen dudar de nuestra propia cordura.

Liza Gabriela N. Pagoada


Parte I – Evidencias

A cierta edad, sin darme cuenta, conciliar el sueño se volvió una laboriosa tarea. Unas noches son los ejercicios de respiración, otras contar regresivamente desde 100 o muchas otras veces intentar acallar el tenebroso silencio con mi música favorita a modo de canción de cuna. Después de tantas noches de insomnio en las que me acompañaba la soledad, eventualmente hice las paces con los pensamientos tortuosos que me susurraban antes de dormir, esta se había convertido en mi canción de cuna personal.

Esta noche en particular, había estado acurrucado ya en cama durante las últimas cuatro horas, que avanzaban tan lentas como la más triste de las marchas fúnebres, con la diferencia de que el muerto, o sea yo,  permanecía con los ojos abiertos completamente inmóvil observando cada detalle del parcialmente iluminado techo que consistía de un pequeño rectángulo que apenas acogía mi cama y un armario muy pequeño. Mientras el mundo permanecía en silencio, mi mente se ramificaba en pequeñas dosis del pasado, del presente y del futuro - que aún no llegaba -  pero la preocupación que traía consigo parecía como si estuviese a la vuelta de la esquina acechándome con su espantosa incertidumbre.

Los pensamientos que resonaban en mi cabeza, se detuvieron repentinamente cuando me percaté del sonido de lo que parecía ser un golpeteo en el vidrio de la ventana justo a mi lado. Mi respiración se cortó, esperando escuchar el inusual sonido nuevamente; y así fue: con una timidez propia de alguien que quiere pasar desapercibido en la apagada noche, se escucharon tres golpeteos seguidos, uno detrás del otro. Bajo una monstruosa tensión, mi cuerpo se congeló esperándolo una vez más, y fue a la vez tercera que me convencí de que había algo en mi ventana. De golpe me incorporé sobre la cama y con un instintivo movimiento volteé hacia la ventana; mis ojos escudriñaban un panorama sereno, los árboles oscilaban a causa del viento y el resto era solo oscuridad y sosiego. Me recosté de nuevo y agudicé mi oído a una larga y eterna espera, y aunque no volvió a ocurrir, el pensamiento obsesivo del misterioso sonido me acurrucó a dormir el resto de la noche.

...

La noche siguiente se escabullía en un silencio profundo. Perturbado de vez en cuando por los constantes latidos de mi propio corazón, los que mi mente ahogaba con recurrentes y estrepitosos pensamientos. Mis preocupaciones devoraban los recuerdos del incidente de la noche anterior, haciéndome olvidar, momentáneamente, el acontecimiento; a mi desgracia, no fue hasta que mis párpados sucumbían al arrullo del sobre pensamiento, cuando con violencia se me sacudió fuera del inminente sueño: tres fuertes golpes en la ventana me arrancaban estruendosamente del adormecimiento. Retumbaron por toda la habitación y mi cuerpo, casi a cuenta propia, se incorporó cediendo al reflejo más instintivo de una presa frente al peligro. Con valiente curiosidad, giré hacia la ventana y en cuestión de segundos, la silueta de lo que parecía ser una cabeza que se asomaba desde arriba, que parecía sostenerse con los pies por el techo, desaparecía sigilosamente. Por primera vez, el terror me sacudió por toda la espalda, el corazón parecía querer huir de mi pecho a tropezones, con un estruendo tan afanoso que semejaba una canción de terror. Tras varios angustiosos minutos de silencio absoluto y tensa parálisis, la tranquilidad con la que el viento soplaba y los primeros esbozos del amanecer,  me llevaron a dudar de mi propia cordura.

...

Una noche más, con la diferencia de que esta vez entré en la cama con los pies hacia la ventana, con la intención de permanecer como un centinela hasta encontrar al culpable de los sustos anteriores; esperanzado de que el insomnio se comenzase a llamar otra cosa dejándose así, de sentir tan atroz. Los postes de luz que destellaban desde la calle, se reflejaban incandescentes sobre mis ojos, obligándome a cerrarlos de vez en cuando y contemplar la tranquilidad en completa oscuridad. Fuera de mi usual sitio en la cama, mi cuerpo se movía de un lado a otro, intentando que algo de esto le pareciera ameno.

Repentinamente, un silencio escalofriante inundó mi espíritu, mi habitación y toda mi casa; la naturaleza parecía estar expectante, apaciguada por un fulminante desasosiego. No me hubo dado tiempo de abrir los ojos cuando alguien ya estaba tocando de nuevo mi ventana; me levanté con extrema rapidez para abrirla de un solo golpe; con un ágil movimiento me asomé sacando casi la mitad de mi cuerpo para lograr divisar al responsable. Tras unos segundos, una escalofriante sospecha invadió mi mente y me obligó a torcerme dificultosamente para intentar vislumbrar en el techo al susodicho. En efecto, mis ojos se encontraron con una silueta que asomaba su cabeza, que al tropezar con mi mirada se escondió con un ligero movimiento y acto seguido, se escuchó el crujido de sus veloces pasos golpeando a lo largo del techo de la casa. El pánico, nuevamente me absorbió en un estado catatónico por varios minutos y cayendo de nuevo el silencio de la noche, escondí el terror bajo la idea de que el insomnio me estaba volviendo loco.

...

La sensación de seguridad que me brindaban las noches se había desvanecido y a mi disgusto, el único resguardo ante mi enloquecimiento tomaba forma solo durante el día. Así fue como esta mañana, fría y envuelta en tinieblas, me encontraba en el umbral de la puerta de mi habitación, guareciendo mis brazos entre sí mismos apoyándolos contra mi pecho y de vez en cuando exhalando el glacial tormento que me congelaba hasta los huesos. Con fingida indiferencia observaba a Lucía, quien alguna vez había compartido conmigo la misma casa, la misma habitación y hasta la misma cama; pero a día de hoy, se encontraba hurgando en mi armario en búsqueda de sus pertenencias, olvidadas tras la amargura de noches de discusión que habían generado entre nosotros una anchísima grieta de abandono. Eso fue muchos meses atrás, antes de que el insomnio tomara su lugar acurrucándose a mi lado.

Ella parecía completamente serena, incluso contenta con la situación, a diferencia de mí, que sabía que evitar demostrar mi frustración ahora, sólo me traería problemas para dormir más tarde. Como un súbito golpe al corazón, mi intima angustia fue interrumpida por su voz grave de apatía: “¿Qué es eso?”, preguntó señalando con su cabeza hacia la ventana de la habitación, volteando luego hacia mí con una mirada divertida, culpándome con sus ojos de aquello que había llamado su atención. La miré por un segundo con inquietud y sin escupir palabra alguna, arrebaté a mi cuerpo del arrullo y me acerqué hasta la ventana con una fulminante curiosidad.

La resplandeciente luz que se filtraba por el frío cristal dejaba ver con claridad las sucias huellas de dos manos que parecían tener la intención de abrir la ventana desde fuera. El corazón me latía con una sorda fuerza que se hacía entrever bajo mi suéter; la angustia y confusión me hicieron instintivamente llevar mi mano a mi boca cuestionando mi sensatez una vez más.  Tras varios segundos de petrificante silencio, alargándose lo suficiente, obligando a Lucía – quien me escudriñaba con curiosidad – interrumpiera señalando: “¿Fuiste tú?”, con un rastro de preocupación y a falta de una mejor respuesta: “No lo sé”, le contesté fríamente, ahogado en agobio, dejando la habitación perturbado, evitando que hubiese algún testigo de mi horror.

...

Había reinado la calma en estos últimos días, tanto que mi sensación de intranquilidad no era más que esbozos de un olvidado retrato. La ausencia de espeluznantes sonidos y apariciones habían hecho que mi eterna amistad con la soledad y el silencio se estrechara de nuevo y mucho más. Durante las mañanas, abrir las cortinas era una costumbre que había pactado mantener; mi depresión se quedaría y me carcomería por dentro, con la condición de recibir, de vez en cuando, algo de sol. De par en par y con ansias, las abrí en una madrugada de fin de semana, e inmediatamente mis ojos se posaron sobre el correo. Con pesadez me dirigí por mi abrigo y casi automáticamente sin siquiera notarlo, este ya se encontraba abrazando mis hombros. Abrí la quejumbrosa puerta de entrada recibiendo el aire frío como un enjambre de molestas abejas, dirigiéndome, imperturbable, hacia el correo.

Mientras mis ojos escarbaban entre letras sin sentido y oraciones comprometedoras, detrás de mí resonó el violento estruendo de las argollas de metal de mis cortinas deslizándose con rapidez por el cortinero, todas casi al unísono. El susto me impulsó girar con brusquedad y el terror me infectó con pasión; no era casualidad, no era mi imaginación, claramente las cortinas habían sido cerradas. Era evidente que alguien... o algo se refugiaba dentro de la casa y ya no le importaba mucho si yo me daba cuenta de ello.

“No hay nada más que hacer – No hay rastros de absolutamente nadie dentro de la casa a excepción de usted” fueron las palabras que irrumpieron de la boca del oficial que atendía a mis suplicios, luego de asegurarle que alguien me espiaba y había logrado guarecerse junto conmigo. Cómo le explicaba, a quien me observaba con aires de burla y a la vez de preocupación, que lo que yo sentía que me acompañaba en contra de mi voluntad, me daba la sensación de que no era humano.


Parte II – Presencia

En la aurora de un nuevo y resplandeciente día, surgió en mí un fervor en el alma, las garras de la depresiva soledad me habían dejado libre y como un torrente de agua cristalina se llenaba mi espíritu de una rebosante chispa que me generaba la intención de comprometerme con lo que el mundo fuese a ofrecerme. Hacía tanto tiempo que el deseo no se apoderaba de mí, y en este instante me seducía la necesidad de olvidar; no olvidaba con aromas y sabores embriagantes, sino con el húmedo olor a aceite y polvo, que con el tiempo, mi taller había acumulado después de tantos años de sucumbir a un pasatiempo al que me comprometía y me alejaba del camino del compromiso con cualquier otra cosa; alguna vez se llevó a Lucía lejos de mí como si la hubiese arrastrado una estrepitosa corriente. La aceptación de lo inevitable – en este caso, mi soledad, es lo que me permite, en días como estos, dejar de lado la culpa y la aflicción y por fin permitirme adentrarme en las bocazas de la ensoñación.

Desde hacía ya mucho tiempo, la intranquilidad me llevó a perderme a mí mismo entre el sueño y la vigilia olvidando así, mis propias pasiones. Poner un pie en mi viejo y olvidado taller, sentir la esencia del polvo y aceite de auto, no me inspiraba tanto como antes, pero sí es cierto que dentro de mí se encendía la pequeña llama del recuerdo y la melancolía. Al abrir la puerta de la cochera, as sombras se extendían hacia todas las esquinas; la tenue luz que provenía de la habitación en la que yo me encontraba, tan solo lograba espantar las tinieblas justo frente a mí, por ello, encontrar el interruptor de la luz me tomó un poco más de lo anticipado. Sí es cierto que en mis adentros comenzaba a burbujear una extraña inquietud obligándome a encender la luz bajo una adrenalina ajena a mi conocimiento.

La única bombilla que colgaba en medio de la habitación, convulsionaba, generando cortocircuitos que me inducían a la penumbra por algunos segundos, hasta que finalmente una tenue y amarillenta luz se esparcía por el pequeño garaje; a su vez – en la esquina más oscura – una lata, que parecía vacía, impactaba violentamente contra el suelo, provocando un estruendo que me conmocionó por varios segundos. Mi sobresalto surgió como respuesta inmediata a mi paranoia, la cual no duró mucho, puesto que preferí quitarle importancia al suceso arrojándolo al cesto de explicaciones lógicas.

...

A media mañana, sin importar el brumoso frío, con mi cuerpo tenso y contorsionado intentaba aflojar una necia tuerca dentro del capó del auto – que hacía ya varios años permanecía inmóvil bajo el sueño al que lo había sometido; frustrantemente el sudor que corría por mi frente me dificultaba la tarea y cada segundo manchado de fracaso, me acercaba poco a poco a la rabia. Estaba completamente absorto, intentando no desistir, cuando repentinamente una pesada caja desbordada de papeles obsoletos, se desplomó y el sordo impacto contra el suelo me sobresaltó, mis pies perdieron el equilibrio en el charco de aceite que se expandía debajo de mí sin haberme dado cuenta. La gravedad me azotó contra el suelo, y mi mano que aún permanecía dentro del capó, resbaló perforándose profundamente, abriéndome la carne ferozmente.

Sostenía mi mano entre ahogados gritos de dolor, inspeccionando el daño y mientras pasaban los segundos, el frio suelo crujía debajo de mí ante el calor de la sangre que se derramaba sobre él, formando junto con el aceite, un viscoso charco oscuro. Con bastante cautela recobré mi postura, tomando de nuevo el control de mi equilibrio y a la vez recogiendo mi poca dignidad.

El agua que corría desde el lavabo de la cocina esclareció el problema haciéndolo mucho más grave de lo que pensé, pero muy dentro de mí, me di cuenta del alivio que conllevaba salir de la casa. Me había encontrado tan absorto en mi tarea que no me había dado cuenta del miedo que me generaba sentirme observado dentro del garaje.

...

La visita al hospital me ofreció cierto tipo de distracción, de esas que con el tiempo generan una adicción si se siguen cultivando, provocando así, que mi regreso a casa fuese consumiendo todas mis energías poniéndome en un estado casi hipnótico de depresión, entumecido bajo la indecisión de si volver a entrar en casa o no. Finalmente confirmé mi inminente entrada con un profundo suspiro y al abrir la puerta, la oscuridad que se desplegaba dentro de la casa me recordaba la reticencia de estar aquí, pues me daba la sensación de no ser el único dentro de ella.

Por alguna razón, un alma vacía pierde todo, incluyendo el propio instinto de sobrevivencia. Encontrándome de pie entre las tinieblas de mi propia casa, cualquiera hubiese sucumbido a correr por su vida, pero dentro de mí se disipaba la preocupación y más bien se sentía una extraña y claustrofóbica melancolía. Mis pasos retumbaban en el silencio sepulcral de pasillo que se encontraba frente a mí, y llegando por fin a la iluminada cochera, noté con indiferencia que todo permanecía impávido; excepto por aquello que me hizo retroceder en un espasmo de un terrorífico asombro.

Hay sustos que no sobresaltan, sino que contaminan los músculos retorciéndolos en una extraña parálisis, y sin voluntad propia los párpados se abren impulsados por el espanto. Lo que antes se esparcía en el suelo como una gran mancha de sangre, había desaparecido casi por completo. La mancha se asemejaba a un plato del que alguien había recogido restos de salsa con los dedos, llevándoselos a la boca para saborearlos después; la huella de un delgado pie justo frente a mí, en dirección hacia donde me encontraba, confirmó todos mis miedos.

...

La adrenalina del día, al ritmo del atardecer, mutaba en un profundo sueño que me obligó a acurrucarme en las sábanas a tempranas horas de la noche. La penumbra de la noche aún permanecía en su auge cuando hube de revolverme entre las cobijas para reanudar el sueño; al mover mi mano envuelta en vendas, esta me ejerció resistencia y al intentar recuperarla con fuerza, algo puntiagudo rasguñó la venda. En un ágil movimiento, mi cuerpo saltó de la cama incorporándose a encender la luz, resultando en un fracasado intento de encontrar al culpable de mi nuevo desborde de adrenalina. Dominado por la exasperación, un involuntario gruñido surgió de mi boca y mientras frotaba violentamente mi rostro con las manos, en mera frustración al sucumbir a la duda, la gasa en mi mano llamó mi atención, deteniéndome nuevamente en el tiempo al notar que estaba rota y se comenzaba a transparentar la sangre que comenzaba a salir a la superficie.

Extrañamente, esta noche el sueño parecía ser más imponente que cualquiera de mis otras preocupaciones. Mis ojos se cerraban bajo la fuerza de alguna clase de encanto, pues dentro de la habitación se revolvía un delicioso e hipnotizante aroma, volcándome en un desconcertante trance. El corazón comenzó a golpearme con brutal violencia cuando, entre sueños, el sonido de la puerta abriéndose, seguido de desnudos y cautelosos pasos me paralizaron en la cama. Mientras los pasos se acercaban a mí, la naturaleza fuera de mi ventana se silenciaba maniatada por la expectativa; al estar su presencia justo a mi lado, el aroma me arropó, al fin,  en un profundo sueño.

...

Sentí un repentino despertar después de lo que parecía haber sido un largo silencio y con un espasmo de dolor, volví de nuevo a la realidad. El venenoso dolor que apresaba mi mano – lo que en la oscuridad parecía una fuerte mandíbula – me incitó a retorcer mi mano bajo la mordedura en un intento de escape, desgarrándola aún más y por consecuencia una huesuda, larga, pero muy poderosa mano halaba la mía en un desesperado intento por recuperarla bajo su mordida, resbalándosele entre la cálida sangre. El forcejeo duró posiblemente segundos que se tomaron su tiempo, alargándose a lo que me pareció un infierno.

Entre la confusión y el sueño, logré escaparme del agarre, o más bien me atrevería decir que el macabro ser se compadeció soltándome. Con torpes y aturdidos movimientos que me obligaron a arrastrarme por el suelo, resbalándome en mi propio humor, alcancé por fin el interruptor de la luz, y a su vez, la puerta se cerró de un portazo y mis oídos se agudizaron ante el sonido de frenéticos pasos por toda la casa, llegando por fin al techo donde se transformaron en un tenebroso aleteo.

Hay algo en mi casa, y no es humano, me dijo mi propio suspiro que comenzaba a transformarse en un amargo llanto. 


Parte III – Consecuencias

Por fin pude verlo, la alta y esquelética figura me observaba desde el umbral de la puerta, se iluminaba parcialmente con las luces nocturnas que se colaban por la ventana, dejando que la tenue luz contorneara sus costillas; la oscuridad permanecía en su rostro y lo único que podía ver de sus ojos eran dos oscuras y profundas manchas. De vez en cuando – cuando intentaba moverme – agazapaba su cabeza y torcía su cuerpo en un instintivo y animalesco movimiento, buscando la oscuridad para refugiarse de mi mirada.

Cada día había estado alimentándose de mí, comenzando con mi miedo, mi soledad y mi angustia y eventualmente me hizo tan débil que se conformó con mi sangre. Sabía por fin que era su aroma lo que me drenaba de energía, me mantenía en un profundo sueño en el que gritaba por ayuda, pero solo un sordo suspiro lograba salir de mi boca.

Parpadeé y de un segundo a otro, como dentro de un sueño, su silueta ya no se encontraba en la puerta, sino en cuclillas justo a mi lado, sostenía mi mano con una fuerza que sugería que esperaba que bajo su agarre yo me resistiera y con ello analizaba mi rostro, moviendo su cabeza de un lado a otro cada vez que yo soltaba un suspiro de terror. No me quedaban fuerzas para gritar y me limité a retorcerme con angustia bajo su frenética mordida, mientras los huesos de mi mano crujían cediendo a la fuerza de su mandíbula. El mismo espantoso esqueleto se sobresaltada con el agudo sonido de mi débil osamenta rompiéndose.

Gruñía de placer y mi cuerpo poco receptivo lo invitaba a incorporarse cada vez más cerca de mí con ligeros movimientos. Lo que comenzó como un dolor punzante, era luego un sordo malestar casi inapreciable y tras ello, un abismal sueño se fue apoderando de mí, un sueño que hacía mucho tiempo no sentía, me recordaba mucho a los minutos de somnolencia antes de sucumbir a la voz de mi padre contándome los más fantásticos relatos a la hora de dormir. Una memoria que estaba seguro que jamás volvería a recordar. El dolor ya no estaba, los parpados lentamente cayeron resignados ante un pesado suspiro que me despedía del viejo y eterno insomnio.

Entrando en la inconsciencia, escuché entre gruñidos y suspiros una suave risa que terminó helándome la sangre terminando, por fin, conmigo. No... los vampiros no son tan distintos a nosotros.

Fin

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