Liza Gabriela N. Pagoada
18 Jul
SU MIRADA

"Revelar el arte y ocultar al artista es el objetivo del arte." – Oscar Wilde

No se trataba de unos ojos particularmente hermosos, eran de un café oscuro que ante miradas comunes no era muy distinto al negro. Era afortunado de encontrarme frente a ellos ante ellos mientras ella tomaba el sol en la playa; me veían apaciguados, reflejando los rayos del sol que desvelaban un hermoso color pardo que se escondía siempre en su mirada. Los resplandores que se proyectaban hablaban por ella. A través de su mirada yo era capaz de ver el destello de las estrellas en el cielo mientras aún era de día, y me arrullaban en un sueño profundo que solo junto a ella encontraba.

Envueltos entre abrumantes tumultos, su mirada me llamaba a encontrarla entre tantos ojos vacíos; el reflejo de ellos se interrumpía con un parpadeo seductor como una delicada danza que acechaba la debilidad de mis sentidos. Estando frente a ella, junto a todas aquellas personas, la escandalosa ciudad sucumbía a un pacífico silencio y los demás a mi alrededor parecían ir más despacio casi deteniéndose en el tiempo, pues la tensión con la que sus marrones ojos me hacían sucumbir al placer de un seductor presente – me inmutaba – mientras los demás se encontraban perdidos en la duda del futuro y la culpa del pasado.

Sentado frente a ella en un alborotado restaurante, donde no era capaz de medir mi opresor estado hipnótico, donde su voz resonaba en mi cabeza como una hermosa melodía que con fuerza presionaba la garganta del estrepitoso estrés alrededor de nosotros. Por fin pude darme cuenta que estaba perdido en ella, en su mirada que con seguridad era más profunda que los océanos, más que cualquier cosa que el hombre pudiese ver o tocar, pues no parecía haber salida, una vez bajo los efectos de su ilusión, la consciencia perdía la noción de su existencia. Fue como de repente, encontrándome entre las sábanas, observando sus adormilados ojos, me di cuenta que ella tenía la capacidad de seducir al tiempo, convirtiéndolo en su presente perfecto. 

Contemplando sus ojos caigo en cuenta de que ellos dicen mucho más de lo que su lengua alguna vez habla. Es confuso, en ocasiones, discernir si es su voz la que resuena en mi cabeza o si se trata de la hipnosis a la que me somete su mirada; un abismo profundo que exhala un aliento en forma de palabras que me traen de nuevo el recuerdo de mi inmortalidad, haciéndome consciente de todas aquellas cosas que sus ojos habían hecho presa del olvido. La vergüenza me tiñe el rostro cuando me doy cuenta de la enfermiza devoción por la belleza de su alma que florece a través de sus ojos y absorbe absolutamente toda mi atención.

Como en el arte, es inevitable que todo aquello que irradia una belleza inmaculada e inigualable fue en algún momento sometida a una de los más laboriosos procesos de dolor.  Aquellas mañanas envueltas en oscuros tonos de café y miel, me hacían olvidar lo inevitable. Sus dulces ojos eran capaces de llorar las lágrimas más amargas, cargadas de un tormento que se desprendía en las horas más oscuras de la noche. Sus ojos confundidos por la angustia, buscaban los míos en busca de consuelo, pero para mi desgracia, solo se encontraban con la desilusión y el desamparo de mi ausencia, mientras sus silenciosas lágrimas rodaban hasta caer sobre la almohada que nos mantenía separados al dormir.

Cuántas veces hemos intentado cuidar de flores que nos piden más agua de la que realmente podemos darle. La tenemos, pero la necesidad constante de algo tan básico, se vuelve para algunos una abrumante responsabilidad, arrebatándole a las flores esa belleza que nos envolvió al principio. En la ventana tras de ella, advertía cómo pasaban las mañanas, las tardes y las noches y cuanto más tiempo pasaba, sus ojos buscaban con más furia los míos y yo me escondía entre mis pensamientos; entre los más recónditos me encontraba de frente con la verdad que me susurraba al oído cómo mis deseos por ella se desvanecían. El sufrimiento se apoderó de la vida que irradiaba su mirada y a medida que esta se apagaba, el pesar de mi corazón era demasiado y con ello se iban mis ganas de contemplarlos.

El reloj lentamente marcaba las horas de los días que pasaban, que se volvían tan pesados que ejercían en su mirada una inmensa fuerza que los drenaba de vida. No había prisa, pero quien hubiese sido atento, notaría cómo hasta el color de sus ojos se había desvanecido, y con ellos se desvaneció también mi amor por ella. Lo mundano se había entrometido entre ella y yo, sosteniendo frente a mí la horrenda posibilidad de que ahora era una mirada común, como cualquier otra. La fuerza que me atrapaba, no era ahora más que despojos de un corazón herido.

Así es como es sabido que una mañana, cuando sus ojos casi se cerraban del cansancio que la tristeza le ofrecía, y cuando casi no había más color en ellos, cuando lo único que había era el reflejo de mí mismo y de mi quebrantado corazón, dejé de amarla por completo. Ella lo sabía y mojaba la almohada con silenciosas lágrimas que brotaban casi sin esfuerzo alguno, ella permanecía como de costumbre en cama, tirada de lado como si nada había cambiado mientras yo tomaba mis cosas para irme, pues sus lágrimas, sus ojos cansados y el imperfecto reflejo mío en ellos, eran para mí, insoportables.

Tomé mis cosas y cerrando la puerta detrás de mí, abandoné aquello que ya no tenía para mí mucha importancia. Eran nada más unos ojos marrones, ahogados en el reflejo de la realidad que yo era incapaz de soportar. Al cerrar la puerta, escuché un sordo crujido; es posible romper un corazón y el recuerdo de ese sonido lo ahogo siempre bajo el anhelo de volver a ver su mirada, pero en otro rostro tal vez.


Fin

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